27 de abril de 2008

Adán y una noche de putas

Texto revisado y corregido por Carlos Castillo
Taller de Cuento Bogotá. 2008
“… Me sentía tan ausente y al mismo tiempo tan presente, olía mal, estaba sucio y andrajoso, y ella ahí, a mi lado, soportando una tras otra cada una de las sacudidas que le prodigaba sin respeto y hasta con vulgaridad -¡mamacita rica!- le rugí a su cabello, y lo repetí como de memoria, desde la primera vez que vi cómo se hacía. Se lo dejaba meter entero una y otra vez, por unos cuantos pesos llenaba algunos de esos vacíos que yo mismo no sabía llenar, aunque para ser sincero a veces me sentía más relajado con el aparato en mi mano. De pronto y sin muchos aspavientos me vine y no supe que se lo había tragado todo, eso me hubiera excitado un poco. Caímos en el pedazo de catre donde comparto espacio con unas cuantas pequeñas y viles cucarachas. Me sentía tan ausente que no supe cuándo decidimos tomarnos las rubinol, pues obvio, cómo no me iba a sentir ausente; y pues así seguimos la corrida, la cogí por atrás pero no pude terminar, aunque tampoco había decidido empezar…”.
¡Mentira!, es mentira, dijo en voz baja, desde el comienzo todo es mentira porque nunca he podido acostarme con una puta como ella. Imagino esta vida de bohemio alcohólico y podrido en un barrio antiguo y acabado como este. Imagino este pedazo de vida mientras veo a una mujer que inspira eyaculaciones tormentosas e intensas e imagino que soy el protagonista y que puedo follármelas a todas.
Adán se revuelca en la butaca frente al gran mesón del bar, colocando una pierna sobre otra, tratando de mermar y calmar un poco su sufrimiento. Si la mujer sigue allí, todo esfuerzo será en vano, ¿por qué? se pregunta Adán ¿por qué ella tiene que verse como una puta? Y todo el mundo imaginado a través de miles de París en diferentes libros se le baja a la cabeza y solo puede imaginarla subyugada a su paupérrimo intento de poder. El bar es oscuro, la música no importa, una cerveza, un café, un cigarrillo, una silla desvencijada, el piso de baldosas rojas sin encerar, un escupitajo en la esquina, el orinal en la otra. Paredes amarillas que envejecen día a día como rociadas por una lluvia de noches enfermas, semen y orines. Una prostituta, una vendedora de rosas, una niña pidiendo, Adán y todos los demás seres de todas las noches, que solo encuentran escapatoria en lugares que se ven peor que ellos mismos, lugares en donde al compararse con los demás todos se sienten como en familia, lugares donde nadie es más que nada.
- Voy al baño, ya te pago.
Una pequeña sacudida porque ya no aguanto. Entrando al baño voltea a mirarla como si fuera la ultima vez, y ella, como llamada por ese rugido que se escondía tras sus pantalones voltea a mirar, y así se queda, sólo mirándolo. Él y su estúpido mundo de eyaculaciones precoces que lo traicionan, ya casi se viene y no lo puede ocultar, y ella que sigue allí mirándolo sin mirar, se levanta, despierta de ese débil espasmo de arrepentimiento que no la quería dejar levantar, se acerca y le susurra al oído: son veinte mil pesos, y el sueño de Adán se ve desparramado por todo su pantalón, ella lo empuja ligeramente hacía el baño, pero ya no hay nada que hacer, lo mira como si hasta ese momento realmente lo hubiera visto y él se siente tan odiado y tan bajo que no puede sostener aquellos ojos café olvidados, ella le suelta la cremallera, sale del baño y ocupa el puesto que segundos antes había abandonado y que aún sigue caliente.
Ya en el baño no había cómo ocultar lo sucedido, - una humillación más - bajó su cremallera, orinó, tomó bastante papel y arregló lo que pudo, salió con la cabeza gacha, sacó un billete de veinte mil pesos y se lo entregó al muchacho tras la barra.
Gracias puta, eso debí decirle, para luego empujarla hacía atrás contra la barra, sobarle los senos y decirle una que otra palabra sucia. Y allí mismo colocar su tonta cara, golpear levemente sus piernas para que las abra, bajar la cremallera que momentos antes ella no se atrevió a tocar y penetrarla de una manera casi violenta o ¿por qué no? brutal, hasta lograr un grito enfurecido y una paga miserable.
Pero no, para Adán la noche ya ha pasado y debe volver a casa, a dormir junto a su madre.