8 de junio de 2008

Mefemérides


18 de Noctus del presente año. Cuevas Agneas. Soy yo. Búscame. Hoy me encuentro entre árboles frondosos y altos. Alcánzame. Corre y husmea entre la hierba húmeda de este bosque y encuéntrame. Hoy dejaré que pases tu mojada y suave lengua por mis manos. Hoy tú serás mi señor y yo tu amo.

Instrucciones para hallar a la mefeméride del Bosque Tinieblas:
Sumérgete suavemente en la vigía dulce y pesada de un sueño profundo. Cuando abras los ojos finalmente te hallarás en lo profundo de un bosque frío y mojado. A lado y lado de tu cuerpo sólo habrá árboles altos y frondosos. Bajo tus pies, que estarán descalzos, sólo sentirás la hierba húmeda que te hará cosquillas. Cuando des el primer paso, te darás cuenta que el bosque es mucho más grande de lo que parece, y te sentirás muy solo, pero al mismo tiempo sabrás que no lo estás. Nuestras risas juguetonas retumbarán sobre el frío tallo de los grandes árboles que te rodean. Somos las mefemérides. Féminas escondidas tras escarpadas montañosas, dentro de cuevas que llevan a mundos subterráneos inimaginables. No te asustes, camina despacio y pon especial atención a las ramas azules cercanas a tu rostro. No dejes que ninguna roce ni levemente la piel de tu cara. Extraños ritos podrían llevarse a cabo si el veneno de sus puntas dejara un rastro descolorido sobre tus facciones. No te importe alejarlas con las palmas de tus manos, no te harán ningún daño.
Recuerda que mientras no te detengas, no estarás perdido jamás en este bosque. Caminarás durante tres días seguidos, en la línea que tu destino marque para ti. No te detendrás por más de cinco minutos en ningún lugar pues podrías perderte para siempre, no llegar nunca al lugar donde nosotras, las mefemérides, descansamos y ni siquiera podrás regresar de dónde hoy piensas salir.

18 de Noctus del presente año. Entrada a las cuevas Agneas cerca al valle. Cuando finalmente llegues a mí, juro recibirte con el suave aroma de mi olor a tierra húmeda, no permitiré que mi sombra escape de mi piel. Corre ágil entre los árboles, escucha siempre muy bien, ten cuidado con tus pies, tal vez así me puedas hallar. Vivo en el corazón de este bosque al lado de la madre y estaré esperando sin pestañear estos tres días, los más eternos de mi vida.

No olvides buscar al gran padre. El arce, el árbol salpicado de ojos. Debes hallarlo cerca al sonido de párpados que se cierran, pequeños chasquidos lagrimones, húmedos de piel de ojo. Será él quien te dé el permiso de entrada. Cual sea el camino que tomes, te seguirá hasta perderte de vista. Y eso puede ser hasta que te encuentres con ella y aún en ese momento no dejará de vigilarte y perseguirte. Siempre sentirás su presencia y si haces las cosas como te hemos dicho te cuidará hasta el fin de nuestros días. Cuando hagas parte de nosotras.
Debes estar siempre atento a los sonidos y susurros del bosque, podrías llevar la sombra de una de nosotras tras de ti. Ese eco olvidado como simple sonido agudo y opaco. Te imaginarás que estás dentro de una cueva aunque no sea así. Pues no te dejarán llegar a nosotras tan fácil, tan cómodo. Si es así, que la sombra te persigue, debes buscar una hoja color rosa de un árbol de corteza húmeda, delgada y casi babosa. Cuando halles esta hoja, retira de tu pecho la ropa que aún lleves y abrázate al árbol tratando de robar de él, todo el líquido gelatinoso que de sus hojas gotea con lenta suavidad. No retires de tu cuerpo ni una gota de este repelente manjar, pues mantendrá a la espía mefeméride ciega ante tu presencia y no podrá ver más los pasos que das.

19 de Noctus del presente año. Cerca al bosque Tinieblas. Si hoy no pudiera verte mi cuerpo se arrugaría de repente, me abandonaría el deseo supremo de sentirme viva. La naturaleza no sería la misma para mí. No podría volver a ver días brillantes con los mismos ojos. No podría amar. Pero no te preocupes, le diré al gran arce que te siga con quietud y silencio para que no temas de él, te cuidará mientras pronuncies mi nombre.

Humano olvidado del mundo. Tu sueño será eterno y no podrás regresar. Ruega porque no te despierten hasta que a tu destino llegues. Si sabes el nombre de esta mefeméride pronúncialo lo antes posible y cuando la reconozcas, de entre todas nosotras que somos la misma, se alzará su belleza y será diferente sólo para ti. Pronuncia su nombre con delicada lentitud y extrema suavidad, sin afanes ni miedos. Y sólo en el momento exacto. No podrás decirlo ni una vez más. Ella ha escrito que el gran arce te ayudará pero nosotras te decimos que no es así. El gran padre tiene sus ojos en todos lados y sabe quién eres. No cree que tengas las plantas de tus pies tan arraigadas a esta tierra y no considera que puedas germinar en ella. La madre te niega rotundamente y sabemos que ella no espera nada de ti. Sólo el dolor de una de sus hijas. Oh! Hermano hombre, nosotras creemos en ti. Sigue los pálpitos de tu corazón y estas instrucciones, así podrás conocernos y hacer parte de esta madre tierra que nos esconde en lo profundo de su corazón.

19 de Noctus del presente año. Bosque Tinieblas. No lo olvides, mi nombre es el que resplandece en el firmamento, tan profunda soy que parece que no puedes verme. Hállame y nómbrame, no lo olvides, es la única manera en que vendrás a mí.

31 de mayo de 2008

María Melena

María sostiene en su mano derecha un papel arrugado y en la izquierda un cigarro olvidado que el viento se va fumando. El frío le tiene la punta de la nariz húmeda y los dedos congelados. Una nube gris, como el humo pesado de los carros, se va condensando. Una gota cae violentamente sobre su ojo lloroso. Da la última calada al cigarro y se deshace de él. La gota mensajera trae consigo otras más. El concreto de la calle se va tiñendo de gris más oscuro.

Sigue caminando pero no sabe a dónde ir. Se deshace del papel olvidándolo de inmediato. La lluvia ligera no cesa. Oscurece. El sonido del viento en los árboles la hace sentir tranquila pero mucho más sola. Las luces de los autos hacen brillar sus ojos. Una mujer sucia se le acerca y le pide una moneda. No sabe qué decirle así que ignora su mirada y evita su olor alejándose de ella.

El cabello le pica en la base de la nuca, se rasca. Pequeñas partículas de polvo blanco caen sobre sus hombros convirtiéndola en una mujer poco deseable aunque de caderas robustas y cintura de avispa. Mira sus uñas y empieza a limpiarlas. Se tropieza con una piedra, brinca un poco, se sonroja y continúa. Alguien a su lado le dice una sandez. ¡Malparido! Quisiera gritarle, pero apenas lo susurra para sí misma.

Ella lo ve todo húmedo y tembloroso. Algunas gotas de lluvia caen en el centro de su cabeza y se deslizan por su rostro confundiéndose con lágrimas. La lluvia arrecia, la ropa le va cambiando de color. Se siente como en el diluvio. Y ¿si así fuera?, ¿a quién subiría?, ¿dos de cada especie?, ¿hembra y macho? Todo sería una orgía inagotable, sucia y con olor a mierda. Un asco imponente le turbia mucho más la mirada.

La luz blanca de un paradero se ve a lo lejos. Camina hacia allí. Se sienta. El frío se hace más intenso, le cala en los huesos. La piel se le entumece. Los labios le tiemblan, los ojos se le empañan de tristeza. Siente nuevamente el vacío en su vientre. El frío no sólo está fuera de ella, se le ha quedado dentro, muy dentro, tal vez más allá del útero. Más hundido de lo que jamás hubiera imaginado. Los recuerdos se le agitan y la hacen estremecer. Tal vez debió y tal vez no; tal vez aquí, pero tal vez no; tal vez mañana, pero tal vez nunca. Se remueven placas oscuras en su mente. El recuerdo late, sus manos tiritan, se le congelan los dedos.

El llanto de un bebé la despierta del breve lapso de nostalgia y arrepentimiento. Manotea inquieto dentro de su carriola. María escucha sus gimoteos y sollozos, observa atentamente cómo su rostro se arruga y se contrae por el desespero. La madre parece que sólo escucha el sonido de las gotas sobre el plástico que cubre el coche. Estando bajo la lluvia con aquel a quien llaman inocente -ella diría ingenuo- reafirma una vez más su decisión y un poco de calor se le cuela por las axilas.

Se detiene un bus. Dentro, una madre castiga a su hija por vomitar dentro del vehículo. María ve cómo le golpea la espalda con tal rabia que ve en aquella mujer toda una generación de mujeres que nacieron creyendo que tenían el instinto maternal. Una necesidad de felicidad infinita. Una sonrisa se le cuela en los labios, una carcajada le retumba en la cabeza. La imagen pasa. Su mirada cruza la calle. Frente a ella un pequeño mendigo, empapado de pies a cabeza, la observa. Le escupe una mirada sucia de odio. La inocencia no existe.

Baja los párpados tratando de aislarse de su propio dolor y del odio. Las historias, escuchadas y otras tantas presenciadas, se esbozan una tras otra dentro de su cabeza. El niño al que castigan hundiéndolo en una profunda alberca de agua fría, la niña de once años embarazada por su padrastro, los fuertes golpes en la espalda, el llanto desesperante, la soledad. El calor se le mete en la entrepierna. Ya no se siente tan mal.

Abre los ojos.

Se levanta y camina, quiere fumar. Se acerca a una tienda y pide un cigarrillo. Lo enciende a la salida. Se entretiene observando el humo blanco que sale de su boca después de la primera calada. Lo ve desvanecerse en el vacío de la noche, esperando, el transporte que finalmente la llevará a casa. -Todo pasa, siempre pasa- lo susurra para ella misma, pero quisiera decirlo mucho más alto. Un pensamiento hecho carne. Fuma un poco más y se deshace de la colilla, le sabe a pasto quemado. Ve venir el bus que le sirve. Estira el brazo y le hace el pare. Sube y aunque hay puestos decide no sentarse, está muy mojada. Intenta observar la ciudad pero los vidrios están empañados. El calor humano se filtra y se hace pegajoso. Su mirada se detiene en las gotas de agua, mezcla de sudor y aliento tibios. Vaho que resbala por las ventanas y puertas del vehículo.

Unos minutos más adelante baja, camina unas cuadras y se detiene frente a su casa. Cruza la puerta. Allí, a la entrada, se quita medias y zapatos. Con un poco más de dificultad el jean y el suéter, escurre el agua sobre el tapete de bienvenida. Observa sus piernas, su cuerpo. Las manos, el pecho y la boca le tiemblan. Levanta un poco su camisa y pone las palmas sobre su vientre. Se siente caliente y eso la hace sentir mejor. Termina por desnudarse. Se quita los calzones que lleva empapados. Se da cuenta que es la segunda vez que se los quita en el día. Un escalofrío le recorre la espalda y se queda vibrando en su cabeza. Ya no lleva el arrugado papel en su mano y la tristeza se le desvanece un poco. Sin pensarlo más, da el siguiente paso. Va hacia la alcoba y se recuesta sobre la cama. La carcajada aún retumba en su mente. Se reproduce en su boca –instinto maternal, ja ja ja ja-, dentro de poco no podrá controlar su risa.

Las decisiones son así, y luego se olvidan, a no ser que se repitan en días lluviosos como éste.


12 de mayo de 2008

Como Ella Quiera

Revisado y corregido por Carlos Castillo en el Taller de Cuento Bogotá 2008 - RENATA



Ella tiene el cabello largo y negro. Sus ojos oscuros me hielan la piel sólo de verla, por eso pocas veces me decido a tocarla. Su piel es muy blanca, casi transparente. Si la miro de cerca, puedo ver las líneas azules que recorren su cuerpo. En su rostro, cerca a la comisura de sus labios y bajando hacía su cuello hay dos pequeñas venas que sigo con mis uñas cada vez que ella duerme. A veces imagino que son rastros de sangre que le han quedado marcados después de chupar el cuello de alguien.
En la universidad no tiene muchos amigos, se la pasa, fumando, cigarrillos y cuando llega a casa no me cuenta nada de lo que ha hecho porque al parecer no hace mucho. Siempre me dice qué es lo que siente, lo que piensa, lo que observa de los demás. No es una persona triste, ni se deprime fácilmente, pero la gente tiende a pensar que la sombra y el lápiz negro de sus ojos ocultan verdades más tenebrosas que las que realmente esconde. Siempre que sale lleva puestos unos audífonos, supongo que escucha esa música extraña que me recuerda a payasos y mimos, cantando sobre sus tristezas. O esa otra música que la hace saltar sobre la cama y gritar a todo pulmón letras de canciones que nunca he entendido.
Ayer la vi triste, es cierto, me lo pareció porque entró al cuarto y no me saludó, además la línea negra de sus ojos estaba corrida y dos grandes lagrimones le corrían por las venas de la comisura de sus labios. Se sentó al borde de la cama y empezó el largo ritual de soltar los cordones de sus botas altas, negras con punteras en acero. Son como su arma secreta, ella sabe que una patada bien puesta con esas punteras pueden dejar a alguien tirado en el piso un buen rato, al menos el mínimo para salir corriendo y llegar bien lejos. Pero iba, llegó y se quitó sus botas punteras. Llevaba unas medias negras de lana sobre unas medias negras veladas. Se deshizo de las primeras. Una falda, del mismo color que toda su ropa, se deslizó sobre sus delgadas piernas. Sólo quedaban ella, sus medias veladas, una camisa y su sostén. Hice un pequeño mohín en ese momento para que se percatara de mi presencia. Se acercó y me acarició la cabeza. Se recostó cerca a mí, su llanto se regó instantáneamente, lágrima tras lágrima humedeció su almohada. Intenté lamer su mejilla, pero en ese momento se levantó y puso música. La voz suave y profunda de una mujer se escuchó. Ella se sintió mejor al escucharla. Así se porta cuando está triste.
Sé que ella ansía conocer a aquellos de quienes tanto me habla, pero ella misma sabe que le tienen miedo; a sus botas, a su rostro triste, a su maquillaje negro y a esos tontos chismes sobre sacrificios, drogas y soledad. No le gusta estar con mucha gente, pero tampoco piensa quedarse sola siempre, ya tiene bastante con que su madre no le hable. A veces no puedo comer de mi plato cuando pienso que la gente no puede escuchar lo que yo escucho de sus labios. Tampoco han podido leer lo que esconde en una cajita de madera bajo su cama. Ni han sentido sus manos sobre su piel tal como lo hace conmigo cada vez que me ve. Ella es una mujer alegre y muy bondadosa, se ha hecho cargo de mí desde que me encontró aquella noche maullando a la entrada de su casa, casi con las tripas por fuera, del hambre. Me cuida tan bien que durante noches enteras, madrugadas y días completos, he querido poder ser, para estar con ella y ayudarle a ponerse sus botas.

27 de abril de 2008

Adán y una noche de putas

Texto revisado y corregido por Carlos Castillo
Taller de Cuento Bogotá. 2008
“… Me sentía tan ausente y al mismo tiempo tan presente, olía mal, estaba sucio y andrajoso, y ella ahí, a mi lado, soportando una tras otra cada una de las sacudidas que le prodigaba sin respeto y hasta con vulgaridad -¡mamacita rica!- le rugí a su cabello, y lo repetí como de memoria, desde la primera vez que vi cómo se hacía. Se lo dejaba meter entero una y otra vez, por unos cuantos pesos llenaba algunos de esos vacíos que yo mismo no sabía llenar, aunque para ser sincero a veces me sentía más relajado con el aparato en mi mano. De pronto y sin muchos aspavientos me vine y no supe que se lo había tragado todo, eso me hubiera excitado un poco. Caímos en el pedazo de catre donde comparto espacio con unas cuantas pequeñas y viles cucarachas. Me sentía tan ausente que no supe cuándo decidimos tomarnos las rubinol, pues obvio, cómo no me iba a sentir ausente; y pues así seguimos la corrida, la cogí por atrás pero no pude terminar, aunque tampoco había decidido empezar…”.
¡Mentira!, es mentira, dijo en voz baja, desde el comienzo todo es mentira porque nunca he podido acostarme con una puta como ella. Imagino esta vida de bohemio alcohólico y podrido en un barrio antiguo y acabado como este. Imagino este pedazo de vida mientras veo a una mujer que inspira eyaculaciones tormentosas e intensas e imagino que soy el protagonista y que puedo follármelas a todas.
Adán se revuelca en la butaca frente al gran mesón del bar, colocando una pierna sobre otra, tratando de mermar y calmar un poco su sufrimiento. Si la mujer sigue allí, todo esfuerzo será en vano, ¿por qué? se pregunta Adán ¿por qué ella tiene que verse como una puta? Y todo el mundo imaginado a través de miles de París en diferentes libros se le baja a la cabeza y solo puede imaginarla subyugada a su paupérrimo intento de poder. El bar es oscuro, la música no importa, una cerveza, un café, un cigarrillo, una silla desvencijada, el piso de baldosas rojas sin encerar, un escupitajo en la esquina, el orinal en la otra. Paredes amarillas que envejecen día a día como rociadas por una lluvia de noches enfermas, semen y orines. Una prostituta, una vendedora de rosas, una niña pidiendo, Adán y todos los demás seres de todas las noches, que solo encuentran escapatoria en lugares que se ven peor que ellos mismos, lugares en donde al compararse con los demás todos se sienten como en familia, lugares donde nadie es más que nada.
- Voy al baño, ya te pago.
Una pequeña sacudida porque ya no aguanto. Entrando al baño voltea a mirarla como si fuera la ultima vez, y ella, como llamada por ese rugido que se escondía tras sus pantalones voltea a mirar, y así se queda, sólo mirándolo. Él y su estúpido mundo de eyaculaciones precoces que lo traicionan, ya casi se viene y no lo puede ocultar, y ella que sigue allí mirándolo sin mirar, se levanta, despierta de ese débil espasmo de arrepentimiento que no la quería dejar levantar, se acerca y le susurra al oído: son veinte mil pesos, y el sueño de Adán se ve desparramado por todo su pantalón, ella lo empuja ligeramente hacía el baño, pero ya no hay nada que hacer, lo mira como si hasta ese momento realmente lo hubiera visto y él se siente tan odiado y tan bajo que no puede sostener aquellos ojos café olvidados, ella le suelta la cremallera, sale del baño y ocupa el puesto que segundos antes había abandonado y que aún sigue caliente.
Ya en el baño no había cómo ocultar lo sucedido, - una humillación más - bajó su cremallera, orinó, tomó bastante papel y arregló lo que pudo, salió con la cabeza gacha, sacó un billete de veinte mil pesos y se lo entregó al muchacho tras la barra.
Gracias puta, eso debí decirle, para luego empujarla hacía atrás contra la barra, sobarle los senos y decirle una que otra palabra sucia. Y allí mismo colocar su tonta cara, golpear levemente sus piernas para que las abra, bajar la cremallera que momentos antes ella no se atrevió a tocar y penetrarla de una manera casi violenta o ¿por qué no? brutal, hasta lograr un grito enfurecido y una paga miserable.
Pero no, para Adán la noche ya ha pasado y debe volver a casa, a dormir junto a su madre.