15 de junio de 2010

III Capítulos pornográficos


I. Altamente alcoholizada.

Sola en la mesa con un litro de cerveza aún por terminar. La cabeza me palpita y las ganas de follar me nublan el pensamiento. Las pocas neuronas activas se conectan unas a otras de manera orgiástica. Mis piernas se estremecen. Estoy tan ansiosa que empiezo a mover mi trasero suavemente contra la silla. Culpando al alto nivel de alcohol en mi cuerpo, diré que nadie percibía mi movimiento.

Afino mi vista como puedo. Ojitos achinados tratando de ver más allá de mis narices. Mis ojos se topan con dos jóvenes justo en la mesa del lado. Los había visto antes. Esa misma noche. Tomo mi cerveza. Intento organizar palabras en mi mente para que no se me note la desesperación y la torpeza. Me siento a su lado y balbuceo algunas frases. Me invitan lo que yo quiera. Termino mi cerveza. Salimos. Uno de ellos habla, el otro no. Así que éste se despide y se va. Me encuentro cara a cara con el otro y lo beso. Le pregunto dónde vive. Lentamente llego a la conclusión de que no vive tan lejos de mi casa. La sensación de cercanía me brinda confianza. El alcohol continúa su recorrido por las venas de mi cabeza, pasando por torrentes detrás de mis orejas.

Subo al taxi y vuelvo a besarlo. Mis neuronas andan montadas unas sobre otras. Las dormidas están siendo violadas. Así que me recuesto en su pecho, me ayuda a bajar la cremallera y siento el vaho cálido de su pene erecto sobre mis labios. El tiempo vuelve a colapsar, cuando levanto nuevamente el rostro, los ojos que veo me espían desde el retrovisor. Así que me alejo de su entrepierna. Intento localizar algún punto conocido, pues de repente la sensación de cercanía se me escapa por entre las piernas, desaparece y con ella mi seguridad. Entramos a un conjunto cerrado. Balbuceo más palabras. Alguna de mis neuronas, escapada a la bacanal, viva aún, empieza a saltar entre las demás. Ve a casa, me dice. Así que le dije que tal vez, otra vez. Me da su teléfono. Le pìde al taxista que me cuide y me deja ir. La sensación de seguridad husmea la punta mis pies. Le pido al conductor que me lleve a casa.

Durante el camino me pregunta si no deseo tomar algo con él. Le digo que me siento enferma. La bacanal en mi cerebro termina. Los únicos líquidos vivos -aún más que yo- son aquellos que siento rebosar en mi garganta. El taxista me lleva a casa. Entro. Busco el dinero. Salgo y pago. Vuelvo a entrar. Prendo la luz del baño y vomito.


II. Sexo sin aspavientos.

Él se posa sobre mis senos, sobre mi ombligo, rozando mi pubis con su cuerpo. Con ese él mismo palpitante entre sus piernas. Nada que no hubiese hecho antes. Hasta que su mano oscura se levanta en el aire y sólo escucho cómo mi sangre golpetea escapando en torbellino contra mis sienes, el eco de un golpe susurra sobre el viento y mi quijada dolorosa suelta un suspiro de excitación. Me penetra, con fuerza y rapidez. Las gotas de su sudor recorren mi rostro y mi pecho, uniéndome a él con algo más que líquidos gelatinosos y transparentes.

Un nuevo golpe, hace estallar mi cabeza en relámpagos de miedo que me absorben. No pienso. No pienso. Todo se borra durante instantes tensos y temblorosos. Mis piernas se resisten, mi cuerpo se endurece y se cierra. Me pienso una caverna oscura y fría. Altanera. Una mole de piedra ajena a la existencia humana. Inalcanzable. Yerta, casi muerta. Hasta que la sangre caliente se desvanece de mis sienes, deja de palpitar en mis oídos, se riega por mis mejillas, estalla el color rojo tibio en mis labios y su saliva enfría la sensación de vacío y miedo que me arrellana y me aleja. Se lleva mi sangre en sus labios. Mi dolor en sus oscuras manos. Mi soledad entre sus piernas.

Me despierto. Un bostezo me trae el recuerdo de sus palmas. La quijada adolorida. El labio resquebrajado. Ni un haz de luz se cuela por las pesadas cortinas color naranja. Debe ser pasada la media noche. No puedo creer que me haya quedado dormida al lado de un desconocido ¿por cuánto tiempo? Me deslizo entre las sábanas. Recojo mi ropa en silencio. Cuando lo veo claramente me está mirando.

Mueve su mandíbula. La inclina señalando el espacio más cercano a su cuerpo desnudo. Me pongo la ropa interior y mi camisa. Me acerco. Su olor me perturba. Me besa. Me acaricia el cabello, hala de el. De repente una cachetada retumba en la habitación. Me ha golpeado el rostro. Duele tanto que me quema por dentro. Mis ojos se nublan de lágrimas que ni yo misma entiendo. Me abraza y se excusa. Lo desmiente su erección. Me culpa mi excitación. Lo beso, aún con lágrimas resbalando por mi cuello. Tomo su pene con mi mano izquierda y volvemos a tener sexo. Al fin y al cabo, tendría que quedarme allí al menos hasta dos horas después.


III. Sexo. Más sexo. Sexo sin consecuencias.

Durante el camino al motel cruzamos por un parque. Son las 2 de la mañana. El deseo corrompe mi razón. En medio de aquel verde oscuro -un paisaje solitario donde los columpios no se mecen-, lo detengo bruscamente. No miro sus ojos. Veo su rostro. El deseo brilla en la comisura de sus labios. Acerco mi lengua y lo saboreo. Saboreo su deseo de mí. Siento la punta de sus colmillos y me hundo dentro su cuerpo. Acerco mi cintura y sobre la ropa confirmo que el deseo me pertenece. Mis brazos dejan su cintura, mis manos abandonan su tibia espalda. Todo un torbellino en mi cabeza. Mis ojos nublados, creyendo que la soledad me esconde. Me interno en la oscuridad de mi mente y me miento. Nadie nos ve. Naufrago. Caigo rendida al calor de su entrepierna; y allí mismo, intento colocarlo en mi boca. Pero un arrebato de su censura me lo impide.

Llegamos al motel. Sexo. Nada que no hubiese hecho antes. Más sexo. Abro mi boca con poca complacencia. Su dedo índice se introduce con suavidad, el sabor amargo y salado del mugre de la calle fluye por las cavidades de mi boca y se arrellana sobre mi lengua. Absurdo, aunque el sabor me desilusiona, el movimiento de su dedo me excita.

La alcoba es un plano cartesiano en tres dimensiones. Mi cuerpo una arista, horizontal, vertical, diagonal, curva. Veo el arriba, abajo y por debajo. Sexo. Más sexo. Sexo sin consecuencias.

10 de junio de 2010

V Actitudes Suicidas

Una actitud suicida y un suicidio son dos actos completamente distintos. Un suicidio implica una acción. No una acción-reacción, es decir, no algo que se realice sin sentido. Es más, el suicidio implica una razón, un argumento, un sentido en sí mismo. Es, además, una acción completamente voluntaria. Es tan humanamente voluntaria, que es la acción más libre que le atañe al hombre decidir.

No lo es en cambio una actitud suicida. Subyace a esta pseudo-determinación un sinsentido desconocido. Es decir, la persona ni siquiera es capaz de reconocer que no tiene sentido o que éste sinsentido es el que la lleva a adquirir esta actitud. La llamo así mismo pseudo-determinación –que es el sinónimo más alejado a voluntad- en la medida en que habla de una decisión, pero antepone al término el prefijo pseudo que quiere decir casi, y todos sabemos que los casi no existen. Es así como esta pseudo-determinación termina siendo lo que es, una ilusión de decisión, un autoconvencimiento, una manera de creer que tenemos al toro por los cachos.

Entonces, retomando, decimos que una actitud suicida nace de una pseudo-determinación, mientras que un suicidio nace de una razón argumentada o una decisión completamente voluntaria.

El suicidio además, compromete a la persona. Es decir, que solo una persona responsable de sí misma y sus decisiones puede llevar a cabo un suicidio. Cumplir con su deseo de muerte o cumplirle a la muerte de manera sensata y decidida. Sin retractarse ni impedir el cauce de los acontecimientos elegidos.

Una actitud suicida, al contrario, ni siquiera promete la muerte a quién la sustenta. Es simplemente un acto irresponsable que responde a una ilusión de libertad. Es más, podríamos afirmar que incluso, el ser más temeroso a la muerte, podría vanagloriarse de poseer una de estas actitudes, que sin más, podrían prometerle a él mismo, la cercanía a Dios.

Es la manera sencilla de categorizar ciertos actos que parecen ser inconsistentes –que lo son- pero así mismo inexplicables -que no lo son-. Así tenemos cinco personajes que en nuestra historia reflejan aquello que he llamado: V Actitudes Suicidas.