31 de mayo de 2008

María Melena

María sostiene en su mano derecha un papel arrugado y en la izquierda un cigarro olvidado que el viento se va fumando. El frío le tiene la punta de la nariz húmeda y los dedos congelados. Una nube gris, como el humo pesado de los carros, se va condensando. Una gota cae violentamente sobre su ojo lloroso. Da la última calada al cigarro y se deshace de él. La gota mensajera trae consigo otras más. El concreto de la calle se va tiñendo de gris más oscuro.

Sigue caminando pero no sabe a dónde ir. Se deshace del papel olvidándolo de inmediato. La lluvia ligera no cesa. Oscurece. El sonido del viento en los árboles la hace sentir tranquila pero mucho más sola. Las luces de los autos hacen brillar sus ojos. Una mujer sucia se le acerca y le pide una moneda. No sabe qué decirle así que ignora su mirada y evita su olor alejándose de ella.

El cabello le pica en la base de la nuca, se rasca. Pequeñas partículas de polvo blanco caen sobre sus hombros convirtiéndola en una mujer poco deseable aunque de caderas robustas y cintura de avispa. Mira sus uñas y empieza a limpiarlas. Se tropieza con una piedra, brinca un poco, se sonroja y continúa. Alguien a su lado le dice una sandez. ¡Malparido! Quisiera gritarle, pero apenas lo susurra para sí misma.

Ella lo ve todo húmedo y tembloroso. Algunas gotas de lluvia caen en el centro de su cabeza y se deslizan por su rostro confundiéndose con lágrimas. La lluvia arrecia, la ropa le va cambiando de color. Se siente como en el diluvio. Y ¿si así fuera?, ¿a quién subiría?, ¿dos de cada especie?, ¿hembra y macho? Todo sería una orgía inagotable, sucia y con olor a mierda. Un asco imponente le turbia mucho más la mirada.

La luz blanca de un paradero se ve a lo lejos. Camina hacia allí. Se sienta. El frío se hace más intenso, le cala en los huesos. La piel se le entumece. Los labios le tiemblan, los ojos se le empañan de tristeza. Siente nuevamente el vacío en su vientre. El frío no sólo está fuera de ella, se le ha quedado dentro, muy dentro, tal vez más allá del útero. Más hundido de lo que jamás hubiera imaginado. Los recuerdos se le agitan y la hacen estremecer. Tal vez debió y tal vez no; tal vez aquí, pero tal vez no; tal vez mañana, pero tal vez nunca. Se remueven placas oscuras en su mente. El recuerdo late, sus manos tiritan, se le congelan los dedos.

El llanto de un bebé la despierta del breve lapso de nostalgia y arrepentimiento. Manotea inquieto dentro de su carriola. María escucha sus gimoteos y sollozos, observa atentamente cómo su rostro se arruga y se contrae por el desespero. La madre parece que sólo escucha el sonido de las gotas sobre el plástico que cubre el coche. Estando bajo la lluvia con aquel a quien llaman inocente -ella diría ingenuo- reafirma una vez más su decisión y un poco de calor se le cuela por las axilas.

Se detiene un bus. Dentro, una madre castiga a su hija por vomitar dentro del vehículo. María ve cómo le golpea la espalda con tal rabia que ve en aquella mujer toda una generación de mujeres que nacieron creyendo que tenían el instinto maternal. Una necesidad de felicidad infinita. Una sonrisa se le cuela en los labios, una carcajada le retumba en la cabeza. La imagen pasa. Su mirada cruza la calle. Frente a ella un pequeño mendigo, empapado de pies a cabeza, la observa. Le escupe una mirada sucia de odio. La inocencia no existe.

Baja los párpados tratando de aislarse de su propio dolor y del odio. Las historias, escuchadas y otras tantas presenciadas, se esbozan una tras otra dentro de su cabeza. El niño al que castigan hundiéndolo en una profunda alberca de agua fría, la niña de once años embarazada por su padrastro, los fuertes golpes en la espalda, el llanto desesperante, la soledad. El calor se le mete en la entrepierna. Ya no se siente tan mal.

Abre los ojos.

Se levanta y camina, quiere fumar. Se acerca a una tienda y pide un cigarrillo. Lo enciende a la salida. Se entretiene observando el humo blanco que sale de su boca después de la primera calada. Lo ve desvanecerse en el vacío de la noche, esperando, el transporte que finalmente la llevará a casa. -Todo pasa, siempre pasa- lo susurra para ella misma, pero quisiera decirlo mucho más alto. Un pensamiento hecho carne. Fuma un poco más y se deshace de la colilla, le sabe a pasto quemado. Ve venir el bus que le sirve. Estira el brazo y le hace el pare. Sube y aunque hay puestos decide no sentarse, está muy mojada. Intenta observar la ciudad pero los vidrios están empañados. El calor humano se filtra y se hace pegajoso. Su mirada se detiene en las gotas de agua, mezcla de sudor y aliento tibios. Vaho que resbala por las ventanas y puertas del vehículo.

Unos minutos más adelante baja, camina unas cuadras y se detiene frente a su casa. Cruza la puerta. Allí, a la entrada, se quita medias y zapatos. Con un poco más de dificultad el jean y el suéter, escurre el agua sobre el tapete de bienvenida. Observa sus piernas, su cuerpo. Las manos, el pecho y la boca le tiemblan. Levanta un poco su camisa y pone las palmas sobre su vientre. Se siente caliente y eso la hace sentir mejor. Termina por desnudarse. Se quita los calzones que lleva empapados. Se da cuenta que es la segunda vez que se los quita en el día. Un escalofrío le recorre la espalda y se queda vibrando en su cabeza. Ya no lleva el arrugado papel en su mano y la tristeza se le desvanece un poco. Sin pensarlo más, da el siguiente paso. Va hacia la alcoba y se recuesta sobre la cama. La carcajada aún retumba en su mente. Se reproduce en su boca –instinto maternal, ja ja ja ja-, dentro de poco no podrá controlar su risa.

Las decisiones son así, y luego se olvidan, a no ser que se repitan en días lluviosos como éste.


12 de mayo de 2008

Como Ella Quiera

Revisado y corregido por Carlos Castillo en el Taller de Cuento Bogotá 2008 - RENATA



Ella tiene el cabello largo y negro. Sus ojos oscuros me hielan la piel sólo de verla, por eso pocas veces me decido a tocarla. Su piel es muy blanca, casi transparente. Si la miro de cerca, puedo ver las líneas azules que recorren su cuerpo. En su rostro, cerca a la comisura de sus labios y bajando hacía su cuello hay dos pequeñas venas que sigo con mis uñas cada vez que ella duerme. A veces imagino que son rastros de sangre que le han quedado marcados después de chupar el cuello de alguien.
En la universidad no tiene muchos amigos, se la pasa, fumando, cigarrillos y cuando llega a casa no me cuenta nada de lo que ha hecho porque al parecer no hace mucho. Siempre me dice qué es lo que siente, lo que piensa, lo que observa de los demás. No es una persona triste, ni se deprime fácilmente, pero la gente tiende a pensar que la sombra y el lápiz negro de sus ojos ocultan verdades más tenebrosas que las que realmente esconde. Siempre que sale lleva puestos unos audífonos, supongo que escucha esa música extraña que me recuerda a payasos y mimos, cantando sobre sus tristezas. O esa otra música que la hace saltar sobre la cama y gritar a todo pulmón letras de canciones que nunca he entendido.
Ayer la vi triste, es cierto, me lo pareció porque entró al cuarto y no me saludó, además la línea negra de sus ojos estaba corrida y dos grandes lagrimones le corrían por las venas de la comisura de sus labios. Se sentó al borde de la cama y empezó el largo ritual de soltar los cordones de sus botas altas, negras con punteras en acero. Son como su arma secreta, ella sabe que una patada bien puesta con esas punteras pueden dejar a alguien tirado en el piso un buen rato, al menos el mínimo para salir corriendo y llegar bien lejos. Pero iba, llegó y se quitó sus botas punteras. Llevaba unas medias negras de lana sobre unas medias negras veladas. Se deshizo de las primeras. Una falda, del mismo color que toda su ropa, se deslizó sobre sus delgadas piernas. Sólo quedaban ella, sus medias veladas, una camisa y su sostén. Hice un pequeño mohín en ese momento para que se percatara de mi presencia. Se acercó y me acarició la cabeza. Se recostó cerca a mí, su llanto se regó instantáneamente, lágrima tras lágrima humedeció su almohada. Intenté lamer su mejilla, pero en ese momento se levantó y puso música. La voz suave y profunda de una mujer se escuchó. Ella se sintió mejor al escucharla. Así se porta cuando está triste.
Sé que ella ansía conocer a aquellos de quienes tanto me habla, pero ella misma sabe que le tienen miedo; a sus botas, a su rostro triste, a su maquillaje negro y a esos tontos chismes sobre sacrificios, drogas y soledad. No le gusta estar con mucha gente, pero tampoco piensa quedarse sola siempre, ya tiene bastante con que su madre no le hable. A veces no puedo comer de mi plato cuando pienso que la gente no puede escuchar lo que yo escucho de sus labios. Tampoco han podido leer lo que esconde en una cajita de madera bajo su cama. Ni han sentido sus manos sobre su piel tal como lo hace conmigo cada vez que me ve. Ella es una mujer alegre y muy bondadosa, se ha hecho cargo de mí desde que me encontró aquella noche maullando a la entrada de su casa, casi con las tripas por fuera, del hambre. Me cuida tan bien que durante noches enteras, madrugadas y días completos, he querido poder ser, para estar con ella y ayudarle a ponerse sus botas.