25 de abril de 2010


Quiero dejar de comerme el mundo

Noches enteras después de sexo sin aspavientos, demasiado rápido, corto o poco gratificante; he pensado que quiero dejar de comerme el mundo. Muchas otras veces cuando el estrés me acorrala contra las paredes sonrosadas de mi propio cuerpo, he pensado que quiero dejar de comerme el mundo. Cuando encuentro noches eternas que no me dejan descansar en sueño sino que me revuelven en pesadillas reciriminándome a mi misma por lo que acabo de hacer, he pensado que quiero dejar de comerme el mundo. No quiero ser una plaga. Alguien que persigue y come sin parar. No quiero estar llena, quisiera ser un poco más frágil y liviana.


Púdrete en mi tierra

Ya no se lo que de la vida quiero. Ya no veo qué puede ser mejor. Nadie sabe qué esperar de ella. A veces todo parece sólo dolor.

Unas ganas infinitas

de explotar en llanto

de gritar de dolor

de romper ventanas y desaparecer puertas

de salir desbocados de nuestras prisiones

de cruzar las calles para llegar al otro lado

de fumarnos las colillas

de aspirar todos los polvos

de abrirnos el pecho y mostrarle a todos nuestro corazón

de gemir en silencio acurrucados en la esquina más oscura del mundo

de sollozar porque nos han abandonado.

Espinas atadas a la mente

Toqué el cielo con mi pubis. Me perdí en segundos infinitos, largos como el tiempo que se derrite dentro del cuerpo, se hace liquido, gelatina, transparencias de mi mente que me detienen entre las líneas perpendiculares del espacio-tiempo y permiten que sea un punto en tres dimensiones. Un orgasmo, dos, tres, cuatro. El fenómeno de haber nacido mujer y tener la capacidad de llegar al cielo y ver angelitos con cachos que me saludan mientras manosean mi deseo. Me masturbo cada noche que puedo, cada noche que veo que las puertas del placer se abren de par en par en mi mente y mis muslos responden tensándose al toque de mis dedos. Me hundo entonces en esa entrada resbalosa al mundo donde mis pensamientos se dispersan y solo sonrisas y gemidos brotan de mis labios. Un mundo lleno de rosadas y palpitantes paredes y puertas de entrada y salida por donde me entretengo dejando y olvidando hasta que mi pubis toca el cielo. Una risa se me escapa en medio de la noche silenciosa y las manos se cansan a lado y lado de mi cuerpo. Entonces duermo y las pesadillas desaparecen, por unos eternos minutos, hasta que despierto y veo cómo algunas espinas se han atado a mi mente.

La tristeza no es un narcotizante.

¿Quién soy yo? ¿Qué soy? Una escritora.

¿A qué viene esto? me pregunto. Tan mal van las cosas que siento que el odio se me ha acumulado como un nudo en la garganta que ya no pasa saliva por mi boca, si no que algo repugnante se ha estancado en ella, algo agrio y salado. Palabras cargadas de ira que se escupen sin control. Soy una herramienta del arma en que la humanidad nos hemos convertido. Somos el hijo bobo y maquiavélico de la madre. La creación más asquerosa y estúpida que ha poblado el planeta. Sucios por dentro y por fuera. Debimos haber sido un aborto. No somos más que la esperanza guardada en el puño sudoroso de un dios en el que no creo. Palpitante, como el zancudo que atrapamos mientras jode nuestra rutina de escribir en las noches frente al computador. Soy el resultado asqueroso de la fusión de causas relativas –porque todo es relativo, aún desde la física –

Me rijo por la filosofía metafísica del placer y practico la pedagogía del asco. Me comporto de manera conductista, es decir que reacciono de acuerdo a refuerzos pero pienso y sueño de manera psicoanalítica, de forma inconsciente y con la ayuda de mecanismos de defensa. No tengo principios incuestionables, más bien discutibles y desearía ser vegetariana al menos cuatro veces a la semana, pero eso, es sólo un deseo. Lo demás es una realidad. Soy escritora. Una mujer. Un pensamiento que se escapa. Una idea que ilumina. Una imagen que acapara. Una reflexión que atormenta.

Discurrir de la conciencia. Escritura automática. Nada más que una página de mi diario, editable y publicable.