31 de agosto de 2011

Una noche compartida

Ella siente miedo, y siente culpa. Tal vez el gesto de la noche anterior o el bikini en la playa. Seguro que malinterpretó lo del topless. Algo, algo debió haber hecho mal. Sigue el miedo entre las sábanas. El sudor frío le recorre la espalda y las gotas acarician rápidamente su nuca. Se confunde, ¿son las yemas de sus dedos, son las gotas de sudor o es su mente la que recorre su espalda? El tacto es suave e imperceptible. Ella asustada y estática en la cama, con la respiración muda y concentrada, pero ni aun así escucha el respirar de él. ¿Acaso estará tan concentrado como ella, acariciándola sin pudor? Ella duda ahora, tal vez es su mente, siempre preocupada, predispuesta a la paranoia. Ya no siente nada, tal vez si vuelve al ritmo constante y menos pausado de su respiración pueda volver a dormir. Tal vez si piensa en otras cosas. En la playa, el mar frío, el color canela de su piel. Tal vez si piensa en la frescura del aire, en el azul del cielo, en lo profundo del mar. En el vaivén de esas olas en las que se mecía boca arriba mientras la alejaban de todo. El eco del mar deteniéndose en sus oídos. El silencio de esa inmensa e insondable parte del mundo… el sueño empieza a reconfortarla. Sus pensamientos de disipan, inhala sin preocupación, exhala su miedo y su duda. Gira su cuerpo, su pecho mirando el techo, sus brazos extendidos a lo largo de sí. Relajada, dormida. Él abre sus ojos con cautela y la mira. Escucha atentamente, entre más relajada esté su respiración más profundo será su sueño. El pecho sube y baja. Durante la mañana a través de esa camisilla se adivinan unos pezones pequeños, al igual que sus senos. Esa misma tarde tuvo oportunidad de confirmarlo. Al volver del agua, ella se había deshecho de la parte de arriba del bikini. Así que pudo observarla y confirmar sus sospechas al respecto del tamaño y el color de sus pezones. Vio cómo se estremecían al contacto frío del mar, vio cómo el color de sus senos se hacía canela como el resto de su piel, vio cómo levitaban sobre su cuerpo y volvían a caer al levantarse. La vio toda la tarde sin verla, porque al hablarle veía sus ojos. Ojos negros como abismos a la nada. Esa nada en la que se perdía sin saberlo, con un poco de insinuaciones, de motivos para lanzarse en el mar de sus profundidades. Así que en la noche puede ver solo sus senos, aunque se escondan bajo la camisilla blanca de su pijama. La observa respirando con tanto ritmo, en un sube y baja tan armonioso. Siente deseo por ella, y aunque no lo ha dicho está seguro que ella lo sabe, la forma en que la mira, la forma en que le habla. Los lugares a los que la ha llevado, la comida, el alcohol. Todo ello, todo eso, hace parte de ese pequeño ritual encantador en que los hombres demuestran que quieren adquirir aquello que les ha sido ofrecido. Y ahora, ella se ve tan complacida, una sonrisa en la boca, dispuesta. Separa los labios y pasa saliva. La respiración de él se hace cada vez más fuerte, como la de un perro esperando el agua. Ella está soñando con el mar que la acaricia, con los rastros blancos de la sal que se le pega al cuerpo, con el sol inundándola de sudor, con la transpiración de su entrepierna y la humedad de su cuello. Con las gotas que ahora parecen acariciar su pecho, se despierta rápido pero sin moverse. ¿Acaso fueron unos dedos sobre su piel lo que acaba de sentir? Se gira hacía él y lo ve entre la penumbra, unos segundos después confirma que tiene los ojos cerrados, su respiración es pausada, parece que duerme. Quizás sea sólo parte de su imaginación humedecida por el mar de la tarde.