28 de mayo de 2011

Argamasa

Cabeza erguida, pies rápidos, los ojos del piso al horizonte y vuelta abajo. Hasta que algo hace que un pie no se ponga delante del otro. Se detiene a observar. Unos pasos más adelante sobre la acera, hay un bloque rectangular, de cuatro metros de alto por dos de ancho. En el centro tallada una circunferencia de bordes corrugados. Un hueco. Un agujero que permite ver el otro lado de la calle. Una escultura posmoderna de un autor anónimo. Un gran ano.

Alicia sonríe. Se le filtra la sonrisa en la comisura de los labios al imaginar el tamaño del instrumento que perforaría tan pulcro orificio. Límpidamente, sin destruir ni cercenar la perfecta circunferencia que en ella se dibuja. Vuelve a mirar la escultura. Una lluvia ligera moja la gran figura humedeciendo su mente. Desea ese poder entre sus piernas. El instrumento capaz de atravesar la argamasa rectangular y labrar sobre ella ese espléndido ojal.

La imagen se queda en su mente. Sigue caminando sin olvidar lo que desea. Entra al bar. El lugar está en penumbra, suena rock de los ochenta. Camina hacia la mesa más alejada. Pide una cerveza. La música continúa. Sus hombros se mecen de un lado a otro. Sigue el compás con los dedos, las uñas golpeteando sobre el borde de madera. Mira la botella, mira el local. Estudia cada una de las mesas. Algunas continúan vacías. Parejas. Grupos de amigos. Un hombre solo. Vuelve a su trago, a la música. Pasan varios minutos, el tipo de la barra le ofrece una copa y luego otra, la invita un cigarro, le coquetea sin resultados positivos.

El hombre solitario, de barba desordenada, se queda mirándola. Ella gira, lo observa y le habla con su cuerpo. Ninguno de los dos abandona los ojos del otro. A Alicia siempre le han gustado las confrontaciones. Lo reta con la mirada. Lo seduce con los labios. Lo llama con sus gestos. El tipo se acerca lentamente, creando un espacio de levedad. Una atmósfera donde los demás no pueden verlos, y ellos no se percatan de que los otros existen y que sus ojos se clavan también sobre sus sexos.

Un animal en celo frente a otro con hambre. Lanzan palabras desde sus labios. Saludos, nombres, profesiones, edades, gustos, deseos, finalmente pasiones. Una lucha silenciosa se despliega sobre la mesa y se va volviendo mordaz a través de cada botella. Entonces, Alicia se da cuenta que su burbuja de intimidad está húmeda, llena de un vapor tibio y pesado. Un olor, penetrante y dulzón, se les ha impregnado en los poros, ella quiere lamerlo en cada sombra de su cuerpo, degustar y sentir esa humedad en su lengua, detenerse y tragar el placer en cada gota, pero las palabras no alcanzan a saltar las vallas que los separan en sus celdas. Ojos de animal enjaulado. No queda más que seguir tomando.

Luego, ella se levanta, pide un cigarrillo y sale a fumarlo. Fuera, da dos caladas y lo deja. Intenta volver a la mesa pero se detiene ante el aroma agridulce de esa barba desordenada que asoma antes de que pueda entrar. Comparten un par de palabras y un poco de cigarro que él acaba de encender.

Me mira con ganas de joderme, de lamerme. Suavemente, a través del humo blanco que expulsa su boca, me acerco. Pongo mis labios en los suyos, meto mi lengua entre su boca, pruebo el sabor seco y agrio del cigarrillo que acaba de aspirar, acaricio sus dientes y siento el profundo de sus mejillas. Toco con mis manos su trasero y lo aprieto, mientras mi boca es penetrada por su tersa lengua.

Los besos del hombre están saturados de desespero, de ansiedad, de esas ganas que ella misma va colmando con sus labios. Sumergidos en el cuerpo del otro sintiendo la realidad acuosa y fresca entre sus piernas. Se detienen para verse, sus pómulos sonrosados, su barba vaporosa y caliente. Ciegos a sus ojos, continúan conociéndose con las yemas, contemplándose entre brumas tibias. Vuelven al bar. Se acarician con incertidumbre, inmersos dentro del otro, sudan y continúan esperando algo que no llega. Las botellas vacías llenan la pequeña mesa de madera. Alicia mojando su ropa interior. Él ocultando su excitación de las miradas de los otros, dejándola solo para ella y su piel. Las caricias sobre la ropa se hacen demasiado evidentes.

Ella le pide que vayan a otro lugar.

Alicia tiene sed de poder. Tiene ganas de comerse el deseo, de ser penetrada por sus sueños, de poseer el objeto de su pasión. El culo de un hombre, como aquella escultura límpida a la que ella misma quiere cincelar. Ser creadora y dueña de su obra. Nunca el deseo de posesión ha sido tan fuerte como esta noche. Se encuentran en la alcoba amoblada especialmente para la ocasión. Ella observa, por medio del espejo, su cuerpo sobre el de él.

Cabalgo sobre su espalda, observo su culo entre mis piernas, mi pubis rozando la hendidura donde se encuentra el ano que quiero perforar. Ensalivo con exquisita delicadeza mi dedo índice, lo hundo suavemente entre mis labios y lo devuelvo al frío ambiente envuelto en babas tibias. Lo paso suavemente entre sus nalgas e intento enterrarlo de a poco en su agujero. Él gime suavemente, levanta su trasero y hace que mi entrepierna llore caudales de líquido gelatinoso y transparente. Cálido. Entrando, le doy tanto placer como me es permitido. Sintiendo cómo me desespera mi propia indecencia, mi incapacidad para controlar la pasión que me chorrea, y entonces, quiero introducir un dedo más, conectarme tanto con él que no pueda sentir placer sin tenerme sobre su cuerpo. Sin temor, pero con torpeza, lo hago, pero ya no gime sino que parece rugir y me desmonta salvajemente de su cabalgadura.

Luego, la penetrada es Alicia. Tan fuerte y tan rápido que su vagina palpita y ella cree que tiembla y retumba como la sangre en los oídos. El gemido de su vulva, del clítoris aplastado por su vientre. Ese deseo de venganza que parece corroerlo le excita terriblemente. Ella ve su frente y sus labios en una mueca de rabia y furor, la gira bruscamente. Mueve su cuerpo con violencia. Un vuelco de piel; como una patada en el aire antes de golpear su vientre, se le detiene la respiración en los labios. Siente cómo le abre el culo. Percibe su fuerza en lo profundo de su cuerpo, cada músculo se contrae, cada poro suda gotas de placer sonrosado. La mente se le nubla. Un eco nace entonces en su pecho y escapa por entre sus dientes agitando las ventanas de la habitación.

Una gota de sudor cae en mi ojo. Me hace recordar la brillante humedad de la escultura pulida y abandonada en el andén de aquella calle.

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